Cecilia nació un día que su madre se puso un vestido verde, en ese momento su padre empezó a sentir los dolores de parto y ella salió de uno de sus juanetes.
La niña nació con un lápiz pegado a la mano. Pensaron que lo mejor era sacarle punta de vez en cuando y darle papel.
Al principio era tan pequeña que se perdía en las cortinas. Pronto se dio cuenta de que sus orejas eran lo suficientemente grandes como para volar si se aburría de andar por los suelos. No entendía: que las montañas de los cuadros fueran azules, que los gorriones no fueran hijos de las palomas, que hubiera que levantarse por las mañanas y siempre tuvo miedo de que la comba le cortara la cabeza. Sigue sin entenderlo y aún hoy, no salta nunca a la comba por si acaso.
Un día que llevaba dos coletas, un libro se cayó de la estantería y se quedó unos días viviendo debajo. De ahí viene su costumbre de leer en las paredes.
A la edad de 12 años perdió la fe, hizo una trenza bien larga con su pelo y la utilizó para irse por el mundo como hubiera hecho Tarzán.
Sólo la acompañaba el lápiz de su mano y su colección de canicas.
Las canicas las fue regalando.
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